miércoles, 22 de febrero de 2017

Crítica de "La tortuga roja"

-Una película de animación que aún cree en el extraordinario poder de las imágenes. No hay ni un diálogo, ni falta que hace.

-Posee una pureza insólita que debe ser aplaudida tras ser disfrutada; aunque casi a mitad de metraje me quedo náufrago y desconectado de la película. Una lástima.

Este año todo el mundo está muy contento con las propuestas animadas, menos un servidor. Zootrópolis y Moana me agradaron bastante sin llegar ni de lejos a la calidad de algunos títulos que han brillado en los últimos años, me decepcionó -y mucho- La fiesta de las salchichas, por último Kubo y las dos cuerdas mágicas me pareció una película irreprochable técnicamente, pero con una trama esquemática y sin el calado emocional, la madurez o la sencilla complejidad de otras obras de Laika. Me quedaban dos apuestas muy interesantes, La vida de Calabacín y La tortuga roja. De momento vengo a hablar de la segunda, que apenas se ha estrenado en unas pocas salas de nuestro país. Es la primera producción del estudio Ghibli firmada por un director occidental. Este honor recae en Michael Dudok de Wit. Un animador holandés que hasta ahora solo había estado al frente de cortometrajes. No obstante, todo su trabajo ha sido muy bien recibido y de hecho su película, Father and Daughter, obtuvo el Oscar a “Mejor cortometraje de animación”. En esta ocasión, y tras diez años de duro trabajo, nos ofrece la historia de un náufrago y su relación con la isla que lo retiene, así como las criaturas que habitan en ella. Gracias a esta historia, vuelve a entrar en la carrera de los Oscar, porque su nueva película está nominada en la categoría de “Mejor largometraje animado”. Ahora bien, ¿merece ganar?

Aunque me duela admitirlo, ésta es otra decepción del género. Lo nuevo del estudio japonés me deja bastante más frío de lo esperado. Dudok de Wit no ha fracasado al dar forma a esa preciosa parábola sobre la comunión entre el hombre y la naturaleza así como sobre el ciclo de la vida. De hecho su decisión de apostarlo todo al poderío de la imagen y eliminar cualquier línea de diálogo me parece valiente y acertada. Su propuesta visual de amplios planos generales y atención a los pequeños detalles, movimientos y gestos íntimos; la hacen hermosa y rica a pesar de la aparente simpleza de su historia, un arma de doble filo. El empleo de la música es fantástico, auxiliando a la imagen en su intento de crear poesía y perfectamente acompasado con el sosegado ritmo de la cinta. Pero tras una primera media hora brillante, el giro fantástico se me atraganta. La introducción de ese elemento no sucede con la livianidad necesaria y a partir de ahí me resulta más difícil conectar, captando la película mi atención de forma intermitente. Me refugio en las mágicas formas y en las admirables ambiciones, pero no vuelvo a sentir el gélido tacto de la lluvia o la hierba bajo mis pies como en los primeros compases. Este problema no lo tengo en las últimas escenas, de una belleza indescriptible, que se encargan de cerrar perfectamente la película.

No tengo duda de que las virtudes de esta historia van más allá del excelente trazo de la animación. Es un tipo de cine que se hace grande a partir de su silencio y sus intimidades, una fábula infinita como cada grano de arena, también antigua y eterna pues no habla de otra cosa que la vida. Cuando termina noto que se me queda algo dentro, creo que le debo una revisión y no me desagrada en absoluto intentarlo de nuevo en el futuro. Algún día volveré a esa isla. Mientras tanto, les recomiendo pasarse a ustedes por allí.


Alejandro Arranz

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